Sobre el tablero varias piezas de ajedrez.
Uno de los peones exclama: ¡Saben estoy cansado de tantas peleas, de tanto sobresalto! Pasan los años y es lo mismo: el salvaguardar a nuestro soberano de los ataques, de la eterna rivalidad del Rey blanco, de su encono. ¡Estoy molesto y rabio por esta solidaridad con un monarca narcisista!. ¡Ya no veo en mi amo, a mi ideal, ya no más!. Después de tantas luchas comienzo a pensar tan solo en mi mismo.
Un segundo peón expresa: Somos imprescindibles, en las batallas, somos el alma del ajedrez, unidos procuramos a los participes la satisfacción de un arte que por otro lado permanece inasequible a las masas, hablo de la cultura. El arte elude la frustración del mundo exterior y nos brinda satisfacción en la creación, en la encarnación de fantasías, en la solución de problemas, en el descubrimiento de la verdad.
-¡Pamplinas! -vociferó un tercer peón- soy hostil a la cultura. No tengo miedo a ninguno de mis rivales, ¡Ah, de aquel que se atraviese en mi camino! Me place complacer mis instintos, mi canibalismo: ¡Peón por Peón!. No quiero limitaciones, ni privaciones, soy adverso a la civilización, el precio que se paga por el progreso de la cultura; es la infelicidad.
En el escenario de la batalla el caballo se encuentra exangüe. El alfil que aún resistía en el tablero intervino:
- Las Moiras son las dueñas y señoras de la naturaleza, sus designios son impenetrables, ellas marcan a cada quien su destino, el de los mortales y el de los dioses y el de la mismísima Caissa.
Cloto, la Hilandera hila, el hilo de la vida. Láquesis la distribuidora de suerte, decide su duración y asigna a cada quien su destino y Atropo, la inexorable, lleva las temibles tijeras que cortan el hilo de la vida en el momento apropiado.
-¡La ignorancia es la ignorancia! –Discrepo el peón negro torre de rey que persistía estoico- ¡No es posible derivar de ella un derecho a creer en algo! Las doctrinas religiosas no son sino ilusiones, habituarse a temprana edad a aceptar sin crítica los absurdos, una niñez tutelada por la restricción intelectual. Desistamos de humanizar a la naturaleza, de imputarle omnipotencia paternal en un intento por hacer tolerable nuestra indefensión.
Debemos reconocer nuestra impotencia e infinita pequeñez, no considerarnos el centro de la creación. Vencer el infantilismo, superarlo, salir a la vida. Fiarnos de la primacía del intelecto, confiar en muestras propias fuerzas nos enseña, cuando menos a emplearlas con acierto. La mudanza de opinión es evolución y el progreso; nada logra resistir a la razón y la experiencia.
Minutos después sobre el tablero se desplomo el rey níveo.
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